(Guillermo del Toro & Mark Gustafson; Guillermo del Toro’s Pinocchio, 2022)
Desde su publicación en 1883, la novela infantil de Carlo Collodi Las aventuras de Pinocho ha sido sujeto de varias adaptaciones cinematográficas. La más conocida es, por supuesto, la versión animada de 1940 producida por Walt Disney. Ya sea por la flexibilidad de su historia o la agresiva mercantilización de la compañía de Disney, su cuento está grabado indeleblemente en la cultura popular. Su moraleja, su amplio elenco de personajes secundarios y los grandes rasgos de su historia son conocidos incluso por quienes no han interactuado directamente con la obra original o alguna de sus interpretaciones.
¿Cómo puede una nueva versión justificar su existencia? Una buena adaptación no es necesariamente aquella que se mantiene textualmente fiel al material original, sino aquella que puede rescatar su esencia y sabe trasladarla a un nuevo medio aprovechando las peculiaridades de éste. Una buena adaptación sabe qué conservar y qué cambiar. También puede ser aquella en la que las idiosincrasias del adaptador logran entablar un diálogo con el autor original, donde la voz del primero se nota tanto como la del segundo.
En más de treinta años de carrera, el director mexicano Guillermo del Toro ha ido puliendo una reconocible y definitivamente idiosincrática voz que nace de su fascinación con los géneros fantástico y el horror. En sus mejores películas se nota una admiración por la capacidad de las historias sobrenaturales para conectar con nosotros en un nivel elemental en el que otras, quizá más complejas y adultas, no pueden. Incluso cuando sus películas tocan temas serios y psicologías complejas, su conocimiento enciclopédico de la mitología y los arquetipos está ahí para crear imágenes que nos hablan hasta nuestro más profundo ser. En El laberinto del fauno, por ejemplo, la Guerra Civil Española sirve como trasfondo para las ocurrencias fantásticas alrededor de la vida diaria de una niña. La política y lo imaginario se alimentan mutuamente en la que es quizá su obra maestra.
No sorprende entonces que una adaptación suya de Las aventuras de Pinocho siga un modelo similar. Pinocho de Guillermo del Toro (codirigida con Mark Gustafson) no es una adaptación “fiel” en el estricto sentido de la palabra. El guion que del Toro desarrolló con Matthew Robbins y Patrick McHale retoma el origen italiano del cuento, pero traslada la acción al siglo XX para incorporar eventos de la historia de Italia que ocurrieron mucho después de la muerte de Collodi. En este Pinocho, el carpintero Geppetto (voz de David Bradley) de nuevo construye una marioneta que cobra vida a la que llama Pinocho (Gregory Mann) y trata como su hijo. Pero ahora viven en la cada vez más autoritaria Italia fascista, gobernada por Benito Mussolini y su culto a la personalidad.

Del Toro, Robbins y McHale ahondan un poco en los aspectos más siniestros del cuento. Geppetto construye a Pinocho, no necesariamente como una marioneta, sino como un explícito sustituto de su hijo Carlo, quien falleció previamente cuando una bomba cayó sobre él (más o menos como ocurriera en El espinazo del diablo, otra película de del Toro). El mensaje pacifista de la película se asoma desde temprano, atacando no solo la violencia de la guerra, pero también su estupidez y miopía. Sebastian J. Grillo (Ewan McGregor), el encantador insecto narrador de la película y la “consciencia” de Pinocho, explica que la iglesia sobre la que cayó la bomba ni siquiera era un blanco de guerra, el avión solo la soltó para aligerar su carga.
Geppetto, enceguecido por la nostalgia y el alcohol, se encierra en su taller con una sola cosa en su mente. El creer que puede remplazar a su hijo con una creación de madera es un pensamiento monstruoso y la película, apropiadamente, evoca el nacimiento del monstruo en Frankenstein de James Whale (la alusión puede hacernos pensar en El espíritu de la colmena de Víctor Érice, otra película sobre la niñez situada en una dictadura, que conscientemente hace referencia a este clásico de terror). Cuando a la mañana siguiente, un espíritu (Tilda Swinton) le ha dado vida a Pinocho, Geppetto mira con error. Esto no es su hijo.
La historia más o menos fluye como la conocemos. Pinocho trata de ser un buen hijo para Geppetto, pero en su primer día de escuela se deja llevar por un cirquero, aquí llamado el conde Volpe (Christoph Waltz), que busca enriquecerse a su costa convirtiéndolo en el centro de su espectáculo. Pero Pinocho, en una de las adiciones más importantes de del Toro, también despierta el interés de un podestà (Ron Perlman), un oficial del gobierno fascista empeñado en convertir al niño de madera, que por las condiciones del hechizo que le dio vida no puede morir, en un soldado al servicio del Duce.
La película trata a Pinocho como la viva encarnación de la inocencia infantil–su primera canción literalmente trata de él maravillándose ante los más mundanos objetos caseros de Geppetto–y tiene un talento natural para la irreverencia. Su idea de lo que es ser un buen hijo es entonces ser obediente; pero serlo, en ciertas circunstancias, implica ser cómplice de los horrores de la Italia de Mussolini (no sería del todo injusto señalar los paralelos con Jojo Rabbit, la comedia dramática de Taika Waititi sobre un niño en la Alemania nazi que tiene a Adolf Hitler como su amigo imaginario). Al retomar la historia de Pinocho, del Toro y Gustafson construyen una moraleja sobre el poder de la desobediencia.

Más o menos. El guion de Pinocho se mueve rápidamente entre conceptos, personajes y subtramas en las que se nota la abundancia de su imaginación y su proeza técnica pero también cierta desconexión entre sus muchas ideas. Del Toro y Gustafson llenan la película de creativos diseños y fluidos movimientos, no solo de sus personajes, pero también de su cámara, que flota y se acerca para añadir énfasis y profundidad a sus espacios como en películas anteriores de del Toro. Pero el efecto final es ocasionalmente abrumador. Su estructura es episódica, se mueve en constante apuro porque algo siempre pasa. También, el que Pinocho y Sebastian, dos personajes que se complementan perfectamente pasen tanto tiempo separados se siente como un tropiezo. Un segmento en un campo de entrenamiento militar bien podría haber sostenido una película completa; que funcione por sí misma en el poco tiempo que se le dedica es muestra de su capacidad de síntesis, de identificar fácilmente la esencia de sus personajes y sus conflictos, pero al no ahondar verdaderamente en ello, la temática fascista de la película termina sintiéndose un poco como un pensamiento secundario, parte de la decoración y no de la temática.
Podemos pensar que, al evocar horrores de la vida real del Toro se rehúsa a ser condescendiente con un público infantil. Está trazando un paralelo entre las lecciones que aprendemos de niños y los valores por los que nos regimos de adultos. Pero también, al hacer la película tan explícitamente política, le ha robado cierto placer de la interpretación y el asombro, que los cuentos de hadas, en sus grandes trazos y falta de explicación, fomentan.
Pinocho de Guillermo del Toro demuestra de nuevo que éste no solo es un buen director, sino también un productor astuto, capaz de aprovechar su marca y reconocimiento para levantar proyectos poco convencionales pero con atractivo masivo y emocional (del Toro es de los pocos directores que, de manera convincente, puede hacer una película verdaderamente para todo público). Pero como sucedió en sus dos obras previas, La forma del agua y El callejón de las almas perdidas, sentí a del Toro en territorio cómodo, jugando expertamente con emociones familiares, pero sin aventurarse a territorio que no haya tocado antes, de mejor manera.
★★★1/2
Pinocho de Guillermo del Toro está disponible en streaming vía Netflix.