(Killers of the Flower Moon; Martin Scorsese, 2023)

¿Hay alguien que hoy en día sea sinónimo de la palabra cine como lo es Martin Scorsese? Scorsese pertenece a esa camada de directores estadounidenses que surgieron durante el Nuevo Hollywood de los setenta, un periodo de inusual renovación y vitalidad para la industria, y ha continuado su trayectoria con una larga lista de películas aclamadas hasta la fecha. No obstante, a su reputación contribuyen, no solo las películas que ha hecho, sino las que ha defendido. Recientemente ha tomado la causa de denunciar la forma en que las principales empresas del entretenimiento han descuidado, devaluado y monopolizado el medio del cine. Su preocupación está en lo que el negocio le está haciendo a la forma de arte.

Se dice que el cine es a la vez arte y comercio, y Scorsese ha sabido existir entre ambos mundos. Como cineasta establecido en Hollywood, sus películas tienen firmes raíces en los géneros populares. El cine criminal es por supuesto aquel con el que más se le asocia. De ahí brotan algunas de sus películas más conocidas: Taxi Driver, Buenos muchachos, Casino, Los infiltrados y El lobo de Wall Street. Esta generalización ignora que, entre cineastas contemporáneos, Scorsese tiene una de las filmografías más variadas, que incluye el drama romántico (Alicia ya no vive aquí, La edad de la inocencia), el musical (Nueva York, Nueva York), la comedia (Después de hora), el horror psicológico (Cabo de miedo, La isla siniestra) y la aventura infantil (La invención de Hugo Cabret).

Éstos, Scorsese ha sabido enriquecerlos con astutos homenajes a la larga historia del cine. Su lista de influencias es larga y densa. Su selección para la encuesta de la revista Sight & Sound es ilustrativa. No solo encontramos a maestros hollywoodenses como Orson Welles, John Ford, Alfred Hitchcock y Stanley Kubrick, pero también italianos (él mismo tiene raíces italianas) como Roberto Rossellini, Francesco Rosi, Federico Fellini y Luchino Visconti, así como de otras partes de Europa (los británicos Michael Powell y Emeric Pressburger, los franceses Robert Bresson y Jean Renoir, el danés Carl Theodor Dreyer y el polaco Andrzej Wajda) y de Japón (Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa).

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Scorsese es el raro cineasta de Hollywood que constantemente estira las posibilidades narrativas de la cámara y el sonido. Sus películas, sean íntimas o espectaculares, son vividas y potentes como pocas. Tienen una energía y violencia que parte de sus temáticas y se extiende a su forma. Su último trio de películas, aquellas hechas después de haber cumplido los setenta años, ha sido particularmente ambicioso. Uno siente, no sin cierta tristeza, el peso de su edad, que cada nueva película suya podría ser la última, y por ende debe ser una declaración definitiva sobre su filosofía y su relación con el cine. Silencio, sobre un grupo de sacerdotes jesuitas en el Japón del siglo XVII, podría ser su última palabra sobre la fe católica, aquella con la que fue criado y cuya filosofía corre bajo la superficie de su obra. El irlandés, una historia sobre la mafia y líder sindical Jimmy Hoffa, parte de sus previas sagas criminales, pero tiñe el género de arrepentimiento y melancolía.

Su película más reciente, Los asesinos de la luna, se siente como una continuación, pero no una repetición, de esta última–Los asesinos de la luna, por su ambientación y sus elementos narrativos, le permite a Scorsese jugar con el gran género estadounidense: el western, que previamente no había explorado. El caso real de una serie de asesinatos ocurridos en el interior de la nación Osage, una tribu nativa que habita el actual territorio de Oklahoma, le permite un vasto lienzo para retratar el capitalismo y la corrupción en la sociedad estadounidense. Al inicio de la película, petróleo es descubierto en la tierra de los Osage. Originalmente ignorada por el mundo blanco por su limitado potencial agrícola, ésta se convierte en el sitio de una bonanza y los Osage en una de las poblaciones más ricas del país.

Es aquí donde Ernest Burkhardt (Leonardo DiCaprio), un veterano de la Primera Guerra Mundial, llega buscando su fortuna. Su tío William King Hale (Robert De Niro), quien a pesar de ser un empresario blanco es querido y respetado por la comunidad Osage, está ahí para guiarle de cerca. La principal fuente de riqueza se encuentra en los headrights, los derechos que los Osage tienen sobre la explotación del petróleo, y que les proporcionan un ingreso económico regular. Aunque exclusivos a la población nativa, una persona blanca puede acceder a ellos a través del matrimonio. Los asesinos de la luna dispensa de largas explicaciones, aprendemos sobre los headrights a través de escenas dramáticas bien articuladas. Si la película no dice explícitamente en qué consisten, entendemos la motivación detrás de ellos.

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Los blancos de la región vienen a sentirse como ciudadanos de segunda clase, aunque la realidad no es tan simple. El dinero puede fluir a manos de los Osage, pero solo después de ser administrado por el gobierno de Estados Unidos, que en muchos casos exige un guardián para aquellos que considera “incompetentes”. Y cuando los Osage empiezan a sufrir una serie de misteriosas muertes que tienen la apariencia de asesinatos, estos no son investigados como tales. Incluso en el hogar ancestral de los Osage, su tierra, su dinero y la ley no les pertenece en realidad.

Hale le aconseja a Ernest que corteje a Mollie Kyle (Lily Gladstone), una serena e inteligente Osage y Ernest se convierte entonces en su chofer. Mollie parece poco impresionada con su bobo sentido del humor y sospecha, no sin razón, de sus intenciones. Pero gradualmente se encariña con él y los dos terminan casándose. El guion, de Eric Roth y Scorsese, parte del libro de no ficción de David Grann para tejer una densa y complicada red de incidentes. La duración de casi tres horas y media se siente apta para una historia que se extiende por varios años, en la que juegan numerosos personajes y se cuecen numerosas conspiraciones, pero la película nunca flaquea en su ímpetu narrativo. A pesar de sus múltiples desviaciones, los objetivos de Ernest y William están articulados con claridad: sus muchas acciones y planes se refieren de nuevo a que los headrights de Mollie se queden con Ernest y su círculo cercano.

Muchas críticas de la película se han centrado en el punto de vista tomado por la narrativa. Algunas vienen del mismo pueblo Osage, incluso de personas involucradas en la producción. Considerando los orígenes de Los asesinos de la luna en un evento real, traumático y devastador, vale la pena tomarlas en serio. Christopher Cote, consultor de idioma en la película, no está lejos de la verdad cuando dice que la película “no está hecha para un público Osage”. Para los Osage, los eventos de la película son una historia Osage, para Scorsese, son una historia sobre el Estados Unidos blanco, sobre su corrupción y el mito que lo sostiene. Éstas son las principales ideas que parecen interesarle–una escena en la que los personajes ven un noticiero en el cine sirve como oportunidad para contrastar los eventos con otros similares: la masacre de Tulsa, donde una próspera comunidad negra es brutalizada por supremacistas blancos, también en el estado de Oklahoma.

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Estas críticas, más que ataques contra la película, sirven como una oportunidad para pensarla de una manera más compleja. Preguntarse sobre el punto de vista sirve para llamar atención a los matices que Scorsese le da a la historia. Si bien está trabajando dentro de la industria de Hollywood, es demasiada simplificación decir que el punto de vista de Scorsese es puramente hollywoodense. Pocos cineastas de la industria se atreverían a lo que hace aquí (o tendrían la trayectoria para convencer a un estudio que le dé doscientos millones de dólares para ello). Los asesinos de la luna no es una historia de heroísmo y salvadores blancos, todo lo contrario.

Scorsese y Roth, en primer lugar, han rechazado la presentación original. Han escogido restringir la mayoría de la narración en Ernest. El personaje central del libro, Thomas Bruce White Sr. (Jesse Plemons), el agente del Buró de Investigación (precursor del famoso FBI) con la tarea de investigar los asesinatos, aparece solo cuando queda poco más de una hora para que acabe la película. Aunque los eventos tienden a ser presentados con Ernest al centro, la película es clara en cuanto a con quien debemos simpatizar. Scorsese, quien ha recurrido a la voz en off para meternos a la mente de sus personajes, usa este recurso de manera más íntima para que Mollie nos cuente sus miedos y preocupaciones ante la muerte de sus parientes más cercanos.

Los asesinos de la luna aspira a tratar la historia y la cultura Osage con respeto. El montaje, que nos muestra las primeras muertes de los Osage, salta de manera devastadora entre aislados momentos de felicidad cotidiana y sus cuerpos inertes. No son meramente objetos que justifican la trama, su muerte resulta también en la perdida de esas costumbres y alegrías. Sus ceremonias son presentadas con detalle y tacto. Dos de ellas sirven como inicio y final de la película, a manera de decir a quién le pertenece verdaderamente la historia, quién estaba antes de la bonanza blanca y quién se queda después de que ésta haya terminado. Pudiera parecer contraintuitivo para Scorsese y la editora Thelma Schoonmaker agregarlas a una película de tan larga duración, pero su inclusión realza el peso emocional y proporciona cierto respiro de la avalancha de información del resto de la película. Una escena en la que Mollie y Ernest se quedan en silencio por unos instantes, escuchando la lluvia pasar, articula la filosofía de la película en cuanto al ritmo. Demanda una paciencia rara en Hollywood.

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El enfoque de Scorsese esta igualmente presente en la fotografía a cargo de Rodrigo Prieto. La película nunca se deja impresionar por su propia escala y técnica, deriva su poder de lo que escoge no hacer tanto como de lo que hace. Conversaciones (y éstas abundan) son llevadas a cabo en encuadres para nada rebuscados; la concentración y la paciencia son lo que le dan su fuerza. Un epílogo en un programa de radio parece igualmente concebido con la intención de reconocer sus limitaciones: en lugar de decirnos lo que pasó después en un texto que da la impresión de ser objetivo, la película nos confronta con el artificio involucrado en la narración de historias.

¿Qué hemos de concluir de todo esto? Scorsese y sus muy talentosos colaboradores han creado una pieza compleja, en la que la cómoda certeza moral que se suele asociar a Hollywood da lugar a un constante examen de conciencia. Como espectadores, debemos cargar con el peso de los actos en los que su protagonista es cómplice y perpetrador. Mollie se mantiene pasiva, no por un fallo de su carácter, sino porque su confianza y cariño es pagado con una traición que termina por debilitar su cuerpo. Su dolor es el que nos desgarra con más fuerza. El supuesto héroe, el hombre de la ley que llega de fuera con un imponente sombrero vaquero, es apenas una pieza de la trama y, en términos estructurales, el antagonista. La figura del mentor no está ahí para guiar, sino para manipular de manera cruel y egoísta.

Y la estrella más conocida, el nombre que aparece primero en los créditos, y con quien la lógica hollywoodense dice que nos debemos identificar, es un hombre sin fibra moral e incapaz de una decisión propia. “¿Puedes ver los lobos en esta imagen?” pregunta un libro que Ernest lee a manera de introducción a la cultura Osage. ¿Dónde están los depredadores? La película parece decir que en hombres como Ernest, cómodos con el orden, e intencionadamente ignorantes de su responsabilidad en los horrores que se hacen en su nombre y para su beneficio. Hombres con los que podemos tener más en común de lo que quisiéramos.


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