(Dormir de olhos abertos; Nele Wohlatz, 2025)
Antes de sus primeros diez minutos, Dormir con los ojos abiertos nos ha expuesto ya a cinco idiomas diferentes. Kai (Liao Kai Ro), una joven taiwanesa, espera nerviosa y con incertidumbre en el aeropuerto. Una llamada de quien podemos suponer es su novio, le dice en español que no podrá acompañarla. Kai igualmente se sube al avión y termina en Brasil, donde un vendedor se le acerca en la playa y, en portugués, trata de venderle una pulsera. En la noche, en un local también frente a la playa, Kai se encuentra con otro turista extranjero y, buscando la manera de darse a entender, le habla en inglés. El hombre resulta ser argentino, pero trabaja como traductor del español al alemán y lo demuestra recitando algunas frases.
Es un inicio que fluye de manera casual, con un azar casi cómico. Pero también uno que, de manera muy certera, nos dice lo importante que el idioma (no uno en particular sino el idioma en general) será para la película. No solo como herramienta de comunicación, sino como aquello que aterriza nuestra experiencia del mundo.
La historia en realidad nunca deja la ciudad brasileña de Recife. Escenas en la playa, un mercado del centro de la ciudad y una torre de departamentos transcurren con un ojo a lo cotidiano. Cada momento aislado (salvo una puntual desviación a lo fantástico, cuando uno de sus personajes parece tornarse transparente), parece una observación fiel y objetiva de la realidad. Muchos de los diálogos hablan de las diferencias entre Brasil y la China natal de sus personajes principales. Los platillos tradicionales que extrañan y los que les toca comer ahora; cómo su olor corporal ha cambiado con el tiempo. Cómo el portugués es un idioma “lento” porque el “no” puede venir hasta el final de una frase, obligándolos a escucharla completa a la espera de algo que cambie totalmente el sentido. Un lenguaje adecuado para un país que, dicen, parece mantenerse igual. Un contraste absoluto con la China que dejaron atrás, donde cada día se construyen caminos y edificios nuevos, y que esperan se vuelva irreconocible para cuando les toque regresar.
Dormir con los ojos abiertos puede leerse a través del lente de la globalización. Vista de esta forma, es un retrato atento de esas excentricidades que se vuelven más comunes con crecimiento acelerado del comercio y la comunicación internacionales. En la tienda de paraguas de Fu Ang (Wang Shin-Hong), Kai se encuentra con una serie de postales que cuentan la historia de Xiaoxin (Chen Xiao Xin), otra mujer, también de China, que vive con varios hombres que trabajan para su tía. Sin papeles o algo que los avale legalmente, es difícil negar que están siendo explotados. Es lo más que la película se acerca a criticar la realidad material y social que plantea.

Pero desde su título, Dormir con los ojos abiertos parece interrogar la realidad misma. Si la realidad que captamos a través de los sentidos la entendemos a través de la mente, y si la mente opera por medio del lenguaje, ¿qué pasa cuando ese lenguaje y ese entorno no coinciden? Cuando las interacciones del día a día no pueden fluir con la facilidad que nos permite un idioma en común. Cuando uno es desplazado del lugar que moldeó esa identidad original para vivir en su sitio nuevo y extraño. Dormir con los ojos abiertos parece decir que, cuando esto pasa, lo que nos rodea deja de sentirse como un espacio concreto y definido. Se convierte en algo más incierto y difuso, como los mundos de nuestros sueños–el motivo visual del sueño es planteado desde el principio, con la imagen de un hombre acostado y con los ojos cerrados en el aeropuerto.
Pero es un sueño placentero, con ocasionales toques de comedia anclados a ocurrencias cotidianas, revelados en planos fijos que aceptan lo que pasa con absoluta calma. Kai soltando su teléfono sin querer mientras está en el baño. Billetes que caen del cielo, arrojados quizá por un empresario corrupto con la policía en sus talones. Un aire acondicionado que no se deja ajustar, por lo que Kai prefiere buscar unas pinzas para desconectarlo. Lo mismo parece que va a ocurrir con una televisión más adelante–una posible conexión es que ambos, aparte de aparatos electrónicos, son fuentes de ruido blanco; convierten su entorno en algo más genérico y gris, desconectándola todavía más de la realidad.
Vemos a Kai llorar en una ocasión, pero Dormir con los ojos abiertos no es una película de emociones especialmente fuertes. Tiene la melancolía de estar lejos de casa, pero también reconoce que perderse es una oportunidad de descubrir algo nuevo, sobre uno mismo o sobre el mundo que nos rodea. Ese limbo de incertidumbre se convierte en un espacio para el juego, para desechar los estereotipos nacionales y las fronteras, abrazar la extrañeza y las infinitas combinaciones que existen, pero a las que pocas veces les prestamos atención. Se recibe con el gusto de un amigo que llega de viaje, no como turista, sino como alguien que de verdad se adentró y se combinó con lo ajeno. Hace que los más pequeños detalles de nuestro mundo se sientan tan llenos de posibilidad y aventura.
★★★★
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