(Fernando Frías de la Parra, 2023)

Hace tres años, Ya no estoy aquí de Fernando Frías de la Parra se convirtió en una placentera sorpresa y un pequeño fenómeno: una excelente película mexicana que salió de los festivales para también volverse bien conocida entre el público en general. A su impacto contribuía su sensibilidad especialmente juvenil–algo que comparte con Güeros, otra historia de trascendencia en el cine mexicano de la última década. Es cierto que la película de Frías de la Parra toca temas que el cine mexicano reciente ha repetido (por no decir explotado) como la violencia del narcotráfico y la migración forzada. Pero al contarlas desde una subcultura urbana (el mundo de la cumbia rebajada de Monterrey) y con un protagonista que lidiaba con cuestiones de identidad, amistad y amor romántico, la película encontró esas vívidas emociones necesarias para construir un puente entre lo que se suele llamar cine de arte y el éxito comercial–por supuesto, su estreno en plena pandemia en la plataforma de Netflix jugó también a su favor.

Su nueva película, No voy a pedirle a nadie que me crea, tiene suficiente para emocionar a quienes su película anterior nos pareció una bocanada de aire fresco, por lo menos en concepto. Se nota qué le atrajo a la novela de Juan Pablo Villalobos, sobre un joven que se involucra contra su voluntad en el crimen organizado y que deja su hogar en México por una metrópolis extranjera donde se siente fuera de lugar. Frías de la Parra regresa a los mismos sentimientos, pero la premisa sugiere que busca explorarlos desde un ángulo nuevo en lugar de solo querer replicar su éxito previo. A esto añádasele un estilo más confiado, más preciso y juguetón al mismo tiempo, y un giro autorreferencial: No voy a pedirle a nadie que me crea está contada de tal manera que juega con la idea de que todo lo que nos muestra nunca pasó en el mundo de la película.

No voy a pedirle a nadie que me crea sigue a Juan Pablo (Darío Yazbek), un joven mexicano de una familia acomodada recientemente aceptado para hacer su doctorado en literatura en Barcelona. Él y su novia Valentina (Natalia Solián) están ilusionados con su nueva vida al otro lado del Atlántico pero Lorenzo (Darío Rocas), el primo de Juan Pablo, lo mete sin querer en los planes de una organización criminal. Para mantener a Valentina y a su propia familia con vida, Juan Pablo debe atenerse a las instrucciones de un intimidante capo llamado El Licenciado (Alexis Ayala). Todavía puede ir a Barcelona, pero ahora debe ejecutar una conspiración criminal cuyos fines desconoce.

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El planteamiento efectivamente recuerda a Ya no estoy aquí, aunque con variaciones novedosas. Ya no se trata de cómo la violencia organizada afecta a las personas menos privilegiadas, sino de la complicidad entre éste y las familias ricas de México (Lorenzo trataba de montar un “negocio” con los criminales que terminaron matándolo). A su planteamiento, digno de una novela criminal clásica, la película le da un giro real y moderno. Nos invita a la rutina de dos jóvenes de edad universitaria en Europa: clases, bares y fiestas. Y Barcelona cobra vida como una verdadera ciudad cosmopolita: Juan Pablo comparte clases con una chilena, Valentina cuarto con un argentino y después con un portugués y se hace amigo de un okupa italiano, mientras que los secuaces de El Licenciado incluyen a un chino (llamado Chino) y un pakistaní.

La fotografía, de Damián García, convierte a la ciudad en formas planas, angulares y abstractas. La película traduce el inevitable aislamiento de Juan Pablo y Valentina (una extorsión de la mafia debe ser un secreto difícil de guardar en una relación) dejando que la arquitectura los vuelva cada vez más pequeños y solitarios. Pero llega un momento en que la fotografía, que también abunda en tomas en espejos, y el montaje, que salta constante entre pasado y presente con ganchos astutos, se vuelve un síntoma de los principales problemas de la película: está demasiado enamorada de su propio ingenio.

Un problema que no sería tan grande si la película fuera verdaderamente ingeniosa. Pero su sentido del humor, insular y rayando en lo reaccionario, solo cobra sentido como un berrinche contra un sector muy específico del mundo intelectual. Los compañeros y maestros de Juan Pablo le permiten a la película burlarse de algunos blancos fáciles bajo la impresión de burlarse de sí misma. Cuando la compañera chilena de Juan Pablo explica que su tesis se trata de cómo lo políticamente incorrecto ha sido apropiado por discursos reaccionarios, es como si la película se estuviera adelantando a las críticas que seguro va a recibir. El seminario de una profesora de estudios de género le da una oportunidad de repetir, de forma condescendiente, palabras clave del discurso progresista (“problemática”, “representación”, “perpetúa”, etc.). Las mujeres de estudios de género son presentadas como regañonas, huecas y listas para tachar a Juan Pablo de misógino a la menor provocación.

La película se deja llevar tanto por estas caricaturas y críticas superficiales que su historia y sus personajes sufren. El Licenciado presiona a Juan Pablo para que empiece una relación con Laia Carbonell (Anna Castillo), la hija de un importante político catalán. Laia, quien se presenta como lesbiana y luce preciosamente fría con un cigarro en la mano mientras ve a Juan Pablo y a Valentina bailar, se presenta como la femme fatale de esta novela criminal. Pero Juan Pablo la desarma y conquista con relativa facilidad y Laia asume una función meramente decorativa antes de desaparecer sin ceremonia.

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Los eventos de No voy a pedirle a nadie que me crea son una fantasía misógina. Es una atrevida acusación, pero una que la misma película alienta. En el prólogo, Juan Pablo y sus primos, adolescentes todavía, ven un video porno (el título que aparece en la televisión actúa como la presentación del título de la película), una anécdota aislada pero formativa. Si lo que pasa después es en realidad una invención, entonces es la invención de un estereotípico muchacho adolescente moldeado por el porno a una edad impresionable.

Reconocer estos sentimientos es más útil que reprimirlos, pero la película carece de la valentía o perversión para hacerlo de verdad. Sus intenciones se quedan a medias. Sus muchos juegos con la veracidad de su historia se sienten como una forma de negación. Su trama criminal construye una excusa perfecta para los comportamientos típicos de una relación tóxica: Juan Pablo no quiso manipular y engañar a Valentina, la mafia lo obligó. ¿Quiere la película convertir a su protagonista en un mártir? ¿O se burla de la idea misma de convertir a un personaje como él en un mártir? Importa poco finalmente.

No voy a pedirle a nadie que me crea desperdicia una gran oportunidad para explorar los conceptos del cine noir desde una mirada juvenil (para un ejemplo brillante y menospreciado véase El misterio de Silver Lake de David Robert Mitchell). Tiene la mitad de inteligencia del género que dice estar poniendo de cabeza. No tiene la capacidad de éste de sentirse como un verdadero viaje al inframundo de la sociedad. En detalles, se asoma una crítica sistémica: la organización de El Licenciado se conecta con respetables personas de poder y tiene infiltrados en todos los departamentos de justicia, señal de corrupción y desigualdad a gran escala, pero finalmente una excusa para limitar las acciones de Juan Pablo en la trama. A pesar de toda su apropiación de aquello que se suele llamar posmoderno, la película nunca llega a alguna gran revelación sobre lo que es vivir en la actualidad.

No voy a pedirle a nadie que me crea nos da pocas emociones humanas con las cuales conectar de verdad. Yazbek sobreactúa lo tímido y ordinario de Juan Pablo al punto de convertirse en una página en blanco. Solián es mejor servida por su personaje, quizá porque la experiencia de Valentina es la que más se asemeja a la de una persona normal y se presta menos a innecesarios juegos con la ficción. La mayor diferencia entre Ya no estoy aquí y No voy a pedirle a nadie que me crea es precisamente ésta. La primera contaba su historia con sinceridad, mientras que la segunda es capas y capas de ironía sobre un núcleo hueco.


★★1/2


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No voy a pedirle a nadie que me crea está disponible en streaming vía Netflix.